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Laura y los bancos (episodio 2)

Desde que mi mamá comenzó a enfermarse, siempre me encargué de las cuentas de la casa. En realidad, desde chica me gustaron los números. Mamá quería que fuera contadora pero la facultad no era para mí. Lo mejor que pude sacar de allí fueron algunas de mis amigas (si, la del banco también la conocí en facultad). Pero al declararse la gravedad de su enfermedad, decidí buscar trabajo y, casi enseguida, lo encontré en un estudio contable. Al principio pensaba que me serviría para estudiar pero no fue así. El horario labora ly los cuidados que debía brindar en casa absorbieron mi tiempo de estudio y, también, mi capacidad de relacionamiento social. Una vez que falleció mi madre, pude comenzar a reencauzar mi vida cuando me faltaban pocos años para los treinta. Luego vino mi primera y breve experiencia de pareja – que ya les conté – y aquí estoy: viviendo en un apartamento sola, y con una deuda que se va a encargar de buena parte de mi salario, por buena parte de mi vida.
“¿Venís hoy al cumple de Ricardo?” Me preguntó el gordito desde la puerta de mi oficina. El Gordito - a partir de ahora lo llamaré así - era el que se encargaba de liquidar los sueldos del estudio donde trabajo. No era mala persona y mucho menos un mal compañero. Pero era un poco baboso. Ustedes saben, siempre con esas miradas pesadas y comentarios con doble sentido que te hacen sentir incómoda. Tiene esa forma de ser que te obliga a pensar en él cada vez que me visto para ir al trabajo, porque me imagino los comentarios que puede hacerme. Más de una vez, me cambié de ropa para evitar algún comentario desubicado de su parte. La verdad, es queno me gustaba tener mucho contacto con él y, de ser posible, siempre lo evitaba.
  • ¿Dónde es que se hace? – le pregunté
  • ¡Nos encontramos en la pizzería de siempre! A eso de las nueve ¿Vas?
Asentí y el Gordito agregó “Lleva plata así después dividimos entre todos”. Respiré profundo. Era fin de mes y faltaban pocos días para cobrar. Tener que dedicar los pocos pesos que me quedaban en pizza y cerveza me parecía una locura. Pero después de lo vivido con mi separación me pareció buena idea restablecer los contactos y un poco de charla y cerveza no me venía mal. Era viernes, y los sábados no trabajábamos, por lo tanto, era una buena manera de empezar el fin de semana, aunque sea, con mis compañeros de trabajo. El grupo era bien heterogéneo: tres mujeres y nueve hombres. Algunos eran divertidos y de lo único que tenía que cuidarme era estar lo suficientemente lejos del Gordito para que no me amargara la noche.
Esa tarde me fui diez minutos antes del trabajo. Iba a ser mi primera salida desde lo de Roberto – ¡ya sé! me costó decirles el nombre – y quería estar presentable. Siempre que una entra a un bar con unos amigos, capaz que sale con otros y puede ser el comienzo de algo que valga la pena. Pero, en realidad, necesitaba verme bien y así recuperar mi autoestima y cualquiera que intentara llevarme la carga lograría hacer que me sintiera mejor. Cualquiera menos el Gordito, por supuesto.
Así que me fui directo a casa. Me bañé y comencé a prepararme. Es increíble lo rápido que una se acostumbra a tener un hombre al lado. Fueron apenas unos meses, pero siento el espacio vacío. Por las dudas arreglé el apartamento un poco. No sea cosa que me cruzara con el hombre de mi vida esa noche y volviera acompañada. Por supuesto que era una mera ilusión ya que ni loca lo hubiera hecho, ni tampoco lo haría ahora. Pero necesitaba de esa ilusión para sentirme menos sola y, de alguna manera, disfruté de la mentira que me hacía a mí misma. Me terminé de vestir un poco a las apuradas y salí a la calle directo a la pizzería. Quería llegar en hora para elegir el lugar dónde me iba a sentar. No quería ser de las que tienen que buscarle una silla para que ocupe una esquina de la mesa y quedar toda apretada e incómoda. De camino, preví pasar por el cajero para sacar los últimos pesos que me quedaban, así ya podía pagar lo que me tocara.
No había nadie utilizando el cajero automático que estaba en la estación de servicio. Quedaba entre mi casa y la pizzería y me venía muy bien ir caminando esas pocas cuadras. Así que me dirigí decidida al cajero, introduje la tarjeta y digité mi contraseña y el monto de los últimos pesos que me quedaban. En ese momento, el automatismo comenzó a hacer ruido como si quisiera irse corriendo. Durante un período que me pareció eterno, quedé esperando que de tanto ruido me entregara mi dinero, pero no. Sólo desplegó un mensaje que no me acuerdo y me escupió la tarjeta. Como no soy mujer de rendirme fácilmente, volví a hacer todo el procedimiento, pero esta vez no hizo ningún ruido. Sólo me desplegó en la pantalla que tenía un “saldo insuficiente”, lo que era imposible porque yo sabía la plata que tenia en la cuenta. Volví a hacer y me volvió a salir lo mismo: “saldo insuficiente”. ¿“Por qué no pide un estado de cuenta?” Me dijo la cajera de la estación de servicio al verme que empezaba a desesperarme. Me pareció buena idea así que pedí un listado con los últimos movimientos y allí estaba el error: el maldito cajero me había descontado el primer retiro como si me lo hubiera entregado. Cajero ladrón. Pero no era el momento de discutir con una máquina. Yo quería mi plata. Necesitaba mi plata. ¿“Ahora qué hago?” grité sin darme cuenta y sin dirigir la pregunta a nadie. Pero me respondió la cajera de la estación: “Haga el reclamo en el banco. Pero va a tener que esperar al lunes”.
Les resumo el final de la historia. Por alguna razón decidí ir igual a la pizzería. Sin plata y muy enojada. La noche había empezado mal. Y encima cuando llegué ya estaba todo el mundo y, por supuesto, que tuve que esperar que el mozo me trajera una silla. Pero, en realidad, fue una buena decisión. En la próxima, les cuento quienes estaban, y qué fue lo que pasó. Por ahora sepan que cuando llegó el momento de pagar tuve que confesar que no tenía plata. Conté lo que me había pasado y mi anécdota sirvió para mantener la charla durante buen rato. Todos tenían algo para contar. Pero cuando se dividió la cuenta y nos dijeron cuánto teníamos que poner cada uno, solo uno se ofreció a prestarme el dinero… ¿se lo imaginan? Si. El Gordito.
Gabriel Barandiaran

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