Laura y los bancos
Hace un par de años me había agarrado un metejón con un amigo de una amiga. Me dio vuelta la cabeza y, capaz que porque ya tenía más de treinta y me sentía como que… (bueno, ustedes ya saben) la vida pasa y todo eso, la soledad, el bancar cualquier rayado que anda por ahí, etc, nos enganchamos y dos meses después ya estábamos pensando en irnos a vivir juntos. Como todas las cosas que parecen que van bien porque el destino lo quiere, y todo se va encadenando, encontramos un apartamento pequeño cerca del trabajo de mi novio, que se vendía medio de apuro y gracias a una plata que me iba a quedar de mi madre, a quien extraño mucho, y a otra amiga que trabaja en un banco que me dio la idea, saqué un préstamo que era casi como un alquiler. Mi novio trabajaba todo en negro, y además era casado de una relación anterior, por lo yo tuve que bancar y firmar y todo eso, cosa que no me preocupó mucho. En realidad estaba usando lo que me había dejado mi madre por lo que era razonable que la compra la armara yo, aunque los gastos de las cuotas, que son como un alquiler, las íbamos a hacer a medias.
Al final, nos fuimos a vivir al apartamento. Yo desde la casa de mis padres que tuvimos que vender cuando murió mamá y mi novio desde el apartamento de la ex. Desde ese momento me sentí renacer como persona, las frases guarangas del tipo “encontré el amor”, “media naranja”, y otras choluleces que ustedes conocerán empezaron a ser pronunciadas por mí en la reuniones cerveceras de los boliches con mis amigas. Me encantaba que me felicitaran con esa mezcla de alegría y envidia y un poquito de bronca pero que yo también sentía cuando le tocaba a otra. En fin, me había tocado a mi. Me hizo bien, además, porque me ayudó a superar lo que pasamos con la enfermedad de mamá. Todo comenzó a ser maravilloso hasta que mi novio, mi compañero de toda la vida, me dijo que mi amiga, que trabajaba en el banco, esperaba un hijo suyo. Suyo de él.
Habían pasado siete meses, dos semanas y 4 días desde que nos habíamos ido a vivir juntos, él quería seguir la relación conmigo. Que yo era la mujer de su vida y que lo de mi amiga fue algo ocasional que ella se encargó de dejarlo permanente. En realidad, me parecía que no tenía lugar donde irse a vivir. Les ahorro todos los cuentos de lo que pasó, y me los ahorro a mi misma para no recordarlos. A la semana ya se marchó al apartamento de mi amiga, que ya no era mi amiga.
Y volví a quedarme sola. Asi es la vida. Ahora, éste es el momento en que algunos de ustedes, los lectores, se preguntarán por qué esta historia se llama “una relación para toda la vida”. Bien, se los voy a contar. Un par de días después recibo una llamada del banco donde había sacado el crédito para la casa ofreciéndome un seguro. Obviamente le dije que no. No eran momentos para pensar en seguros. Y unos días después me llamaron para ofrecerme una tarjeta de crédito a lo que dije que sí porque me venía bien para comprar algunas de las cosas que se había llevado mi novio. Y cuando fui a firmar la solicitud de la tarjeta al banco tuve una revelación: mi novio se había ido, lo que pensé que era para toda la vida ya no lo era, pero lo que sí era para siempre era mi hipoteca. Había pagado seis cuotas y me quedaban 294 meses por delante. La verdad no sabía si iba a llegar a fin de año con mi trabajo ya que corrían rumores que me inquietaban lo que, encima, me preocupó más. Las cuotas las tendría que pagar yo sola. Además me di cuenta que cuando terminara de pagar iba a ser una sexagenaria. Ya nadie me querría, ni para dejarme. Con tanto metejón, tanto enamoramiento, no me había dado cuenta que, en verdad, estaba iniciando una relación para toda la vida, aunque no con quien pensaba sino con un banco. ¿Y cómo uno se divorcia de un banco? Y lo peor de todo fue que cuando fui a retirar la tarjeta, me tocó ir a buscarla a la misma sección donde trabajaba mi amiga. Ya se le notaba la pancita.
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