La
clase media es esencial para la democracia, y el trabajo es esencial
para la clase media.
Pese
a esto, el trabajo conlleva desigualdad entre ciudadanos, desigualdad
que va en aumento.
Cuando
un hombre o una mujer usan su fuerza, su habilidad manual, su
destreza física o su capacidad intelectual para satisfacer las
necesidades de otro, se genera un trabajo.
Se establece, en la inmensa mayoría de los casos, una relación de
subordinación del primero respecto al segundo; una relación
“desigual”.
Si
bien subordinar
significa
someter, sujetar, esclavizar, avasallar o humillar, ninguno de estos
sinónimos traduce exactamente lo que el término subordinación
(laboral) me dice a mí, y a mi vez pretendo transmitir. Pero tampoco
quiero ignorar ni negar al lector esos significados; los dejo “ahí”,
colgados; un poco en el subconsciente.
En
lo laboral, todos somos subordinados y “subordinadores”.
Empleadores por un lado, y por el otro empleados.
En
la medida en que exista un equilibrio entre quien requiere la
realización de una tarea, y del otro lado un trabajador dispuesto a
ejecutarla, habrá un trabajo y una relación laboral.
Todos
nos necesitamos. Todos somos distintos y tenemos necesidades
diferentes; también tenemos diferentes habilidades o capacidades
para hacer una u otra tarea para un tercero. Cuando esas capacidades
son mayores, (sea por naturaleza, educación, herencia, por haber
nacido en hogares privilegiados, etc.) y a esas ventajas se suman
reglas de juego (leyes laborales) no
neutrales,
unos pocos se destacan dentro del universo laboral y social, se
enriquecen, y emergen desigualdades socio económicas y diferencias
de clase: individuos o familias con mayor riqueza, resultantes en
mayor poder.
El
trabajador subordinado “ofrece” su labor manual o intelectual a
cambio de una retribución. Casi siempre el “subordinador” es la
pata fuerte del binomio. En la negociación entre ambos el que
tiende a perder es el empleado: ya deja de ser un trato entre
iguales.
Cuando
la desigualdad entre “subordinador” y subordinado aumenta,
disminuye aún más la capacidad negociadora del segundo, hasta
alcanzar un nuevo punto de equilibrio (menor) en el precio de su
trabajo. Más adelante, si no se implantan políticas que lo impidan,
la rueda dará una nueva vuelta en este círculo vicioso, siempre en
la misma dirección. Paulatinamente la situación de debilidad del
trabajador lo llevará a perder derechos e ingresos, y “caerse”
de la clase media, caer en la pobreza. La desigualdad, obviamente,
aumenta.
Esto
está sucediendo hoy en varias democracias del mundo “desarrollado”,
e inquieta. La desigualdad y la brecha o grieta ha sustituido al tan
manido “crecimiento económico” como principal preocupación de
los dirigentes de varios países.
El
hombre, como animal político que es, pretende incidir en la marcha
de su comunidad y en su gobierno; un derecho irrenunciable además de
un deber. El mejor, si no el único, sistema político que se lo
permite es la democracia, y como reza el subtítulo una democracia se
basa en una clase media fuerte y numerosa sustentada en el trabajo y
en los trabajadores.
El
objetivo deberá ser entonces fortalecer nuestra clase media y a sus
trabajadores, desterrando la desigualdad tanto en la propia relación
laboral como en la parte de la torta que cada uno recibe por
elaborar, desde su respectivo lugar, esa única “torta”
(producción, PBI, beneficios, etc.).
El
objetivo es y será basar la sociedad en ciudadanos libres e iguales,
sea cual sea su rol: empleadores o empleados. Libres e iguales para
negociar fraternalmente como hermanos y no como enemigos, por más
que hoy suene utópico, las condiciones del trabajo.
Hugo Etchandy
CI: 2.530361-7
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